domingo, 6 de abril de 2008

Chiyoko

Ya estoy de vuelta. Los tétricos días sin Internet han pasado. Como prometí hace tiempo aquí está mi relato con el agua como temática (más o menos...). Como siempre se agradecen pedradas a la cabeza y demás ataques.
Ya sé que es un poco largo pero animaos a leerlo, andaaaa, vengaaaa. No es de lo mejor que he escrito, pero sí puedo decir que me lo curré un poco más que de costumbre.


Chiyoko lo sabía todo sobre barcos. Le había hablado a Liam mil veces de ello, pero aquella era la primera ocasión que tenía de navegar con ella. Mientras observaba a Chiyoko, con los pantalones cortos, descalza sobre la cubierta, recortada contra el cielo rojo del atardecer solo podía estar agradecido. Ella, inclinada sobre la barandilla, contemplando el océano Pacífico, no se había percatado de su presencia. Se acercó suavemente por detrás y la rodeó con el brazo por la cintura. Ella se lo sacudió de encima bruscamente.
-¿Qué pasa?
-Lo has estropeado.
-¿Qué?
-El momento.- dijo ella, molesta quizá por tener que explicarse.
-Vale, sólo quería…
-Da igual, simplemente estaba disfrutando de… eso, el momento. Sola.
-Vale, vuelvo abajo.
Chiyoko no contestó, simplemente se giró hacia el mar y Liam volvió a bajar las escaleras, enfadado. Cuando estaba a punto de entrar de nuevo Chiyoko le llamó.
-No he visto delfines. Pensé que nadarían junto al barco, pero no he visto ninguno.
Liam la miró extrañado y de pronto el cielo empezó a oscurecerse rápidamente, como si el ocaso se hubiera acelerado.

Despertó. La cabeza le dolía y olía a quemado. El mundo se había puesto del revés y el sol brillaba bajo su mirada. A pesar de la confusión actuó con rapidez, guiado tal vez por el instinto. Tiró del agarrador de la puerta y empujó con fuerza, cargando con todo su cuerpo. Se abrió con más facilidad de la esperada y Liam se vio precipitado hacia el exterior. Se quedó un instante tumbado en la arena, recuperando el aliento, sin importarle el polvo que se asomaba al interior de su boca. El suelo quemaba su piel, y a su espalda el sol del mediodía hacia lo propio. Con un suspiro, el aire caliente entrando como licor por su garganta, se decidió a ponerse en pie. Despacio, sin estar seguro de si el dolor que sentía era mera magulladura o algo peor, apoyó las rodillas y las manos, sintiendo la arena clavarse en sus heridas, y se alzó. Pudo mantenerse sin mucha dificultad. Tenía los ojos entrecerrados, llorosos, y aun tardaría un poco en acostumbrarse a la brillante luz fuera del vehículo.
Miró a su alrededor a la inmensidad de arena que le rodeaba y durante un breve momento no supo muy bien donde estaba. Poco a poco empezó a deshacer la confusión. Estaba en Libia, en el Sahara. Estaba haciendo una travesía por el desierto cuando por alguna razón el jeep volcó y rodó por la arena. Se fijó en el vehículo. De lo que había sido la parte inferior, y que ahora se exponía, animal panza arriba, salía un pequeño hilo de humo gris. Liam pensó si habría peligro de explosión. Sin tener una respuesta clara, pero sintiéndose responsable se acercó a la puerta. Estaba casi seguro de que su conductor, un tipo muy charlatán llamado Ibrahim, estaba muerto, pero no podría perdonarse el no comprobarlo. Se asomó y le asaltó el mundo negro y rojo del interior, el olor de la sangre y el sudor. La cabeza de Ibrahim se apoyaba grotescamente contra el volante, y su pelo rizado estaba empapado en sangre. Liam alargó la mano y tocó el cuello del conductor. Esperó un rato y palpó en varios puntos, no estando muy seguro de donde debería buscar el pulso. No importaba, no había nada que buscar. Por mucho que probara la sangre ya no fluía por aquel cuerpo. Se introdujo un poco más en el coche y alcanzó con mayor esfuerzo del que había calculado la mochila que había tirado en el asiento trasero unas horas antes. Sabía que la cantimplora estaba medio vacía, pero era el único líquido que tenía.
Se levantó de nuevo, con la cantimplora en la mano, con ganas de abrirla y echar un buen trago, pero sabiendo que no debía hacerlo.
Con una mano sobre sus cejas recorrió el horizonte. Intentaba encontrar alguna pista, algo más que la infinita arena que le indicara el camino. Era inútil. Era duna sobre duna hasta donde podía ver, donde el límite entre cielo y tierra se volvía confuso. No se puso nervioso, no más de lo que el accidente le había provocado. Habían salido de la ciudad a las diez. Miró su reloj. Eran las doce. ¿Durante cuanto tiempo había estado desmayado? Se esforzó por recordar el viaje. No podía centrar el accidente, sólo aparecían imágenes inconexas, como si su cerebro se hubiera bloqueado un minuto antes del siniestro. El dolor era la única constante en su memoria.
Sabía que debía empezar a moverse. La ciudad estaba hacia el Este, de eso estaba seguro. Tomó esa dirección, guiándose por el sol. La saliva comenzaba a volverse pastosa en su boca. Mientras caminaba por el monótono paisaje recordó súbitamente un sueño que le había asaltado dentro del coche, durante el periodo de inconsciencia. Era en realidad un recuerdo, el de su último viaje con Chiyoko, el pequeño crucero improvisado en el barco de su abuelo. Durante la travesía tuvieron alguna discusión absurda, como tantas veces, por alguna nimiedad. Sin embargo Chiyoko se había marchado después de eso, sin ninguna explicación. Nadie supo donde se había ido, ni porqué. Y Liam aun se planteaba si fue por él.
Un ruido detuvo sus pensamientos. Era como algo grande, pesado, arrastrándose por la arena tras él. Se detuvo y el ruido también lo hizo. Era el sonido de sus propias pisadas, claro, amplificado por la calma del lugar, por el silencio dorado de la arena. Era un lugar de incertidumbre. A pesar de la luz brillante, y el espacio abierto, se sentía atrapado y vulnerable. Y la sed crecía a cada minuto. Su boca se secaba, pero resistía la tentación de beber. Sabía que debía conservar el agua lo máximo posible.

Chiyoko se quedó quieta y tembló un momento presa de un escalofrío. En seguida la luz volvió, era sólo una nube pasajera. Liam había temido durante un instante que fuera a llegar una tormenta y les estropeara el día.
-Menos mal- dijo la voz suave de Chiyoko mirando al cielo.
-Si.- respondió escueto Liam. Se acercó al borde de la cubierta y se asomó al fondo azul oscuro, profundo, del océano. –No, no hay delfines. ¿Debería haberlos?
-No, pero pensé que habría. Llámalo “instinto marinero”.
Liam rió ante la propuesta y relajó su estado de ánimo. Se giró para mirar de nuevo a Chiyoko y apoyó los codos en la barandilla. Le hizo un gesto con la mano y ella se acercó con una media sonrisa. Se abrazaron suavemente y la pequeña tensión que había flotado durante unos momentos sobre el aire salado se disipó.
Después ella se separó e inclinó su cuerpo sobre la barra de metal. Liam hizo lo mismo y miró abajo. Mientras su mirada iba y venía con cada ola empezó a vislumbrar al fondo una silueta. Primero supuso que era un efecto óptico. Poco a poco la sombra empezó a definirse más, hasta que ya no había duda de su realidad. A su lado Chiyoko se sorprendió:
-Es enorme.
-¿Qué es, una ballena?
-Eso parece.
Liam contempló extasiado la figura. A medida que parecía acercarse más a la superficie veía que el tamaño era incluso mayor de lo que había parecido. Cuando se hubo acercado lo suficiente adivinó un color grisáceo en lo que debía ser el lomo. Pero antes de que pudieran llegar a discernir la apariencia completa de la criatura, ésta volvió a descender y desapareció. Liam se giró y sonrió a Chiyoko.

El tiempo se acumulaba como arena al pie de una duna. Liam sentía el sol a su espalda bajando hacia el horizonte. Le dolían las piernas y el sol había quemado ya toda la piel expuesta. La muñeca bajo el reloj empezaba a irritarse de modo que lo desabrochó y lo guardó en el bolsillo. Paró un instante y miró fijamente hacia el Este. Seguía sin haber rastro de nada que no fuera arena. Recordaba algunas rocas de color más oscuro a los lados del camino que había seguido el jeep. Pero ni siquiera eso estaba a la vista.
Tras recuperar el aliento reanudó la marcha. Trató de tragar saliva, pero sólo sintió el dolor bajando por su garganta. Pasó la lengua por el paladar y casi pudo oír el raspar de una contra otro. No podía aguantar más. Se descolgó la cantimplora mientras caminaba. Desenroscó el tapón con sus manos agrietadas, pero cuando alzó el recipiente hacia su boca notó su pie derecho hundirse en la arena, la rodilla se dobló y el suelo se acercó a él. La cantimplora voló de su mano y el líquido transparente se perdió entre la arena al instante. Sin poder siquiera emitir un grito con su reseca garganta Liam intentó ponerse en pie y lanzarse a rescatar la poca agua que pudiera quedar intacta. Al apoyar la mano sobre la arena notó algo blando, orgánico, y antes de poder girar la cabeza un dolor agudo atenazó su brazo derecho. Giró bruscamente y vio una figura alargada, apenas diferenciable en su color de la arena, caer al suelo y después apartarse rápidamente. Liam se giró para observar la herida. Dos orificios marcaban su piel y se enrojecían ante sus ojos. Succionó con los labios varias veces y escupió al suelo la sangre densa.
Derrotado cayó de rodillas y empezó a sollozar. De nuevo sus pensamientos volvieron a Chiyoko. Vio su sonrisa en la cubierta del barco, su nariz, arrugándose siempre en ese gesto. Recordó que le contó el viaje que quería hacer y ella bromeó diciendo que se perdería por el desierto. Esbozó una suave sonrisa entre las lágrimas saladas y se planteó por primera vez que quizá no lo conseguiría, que podría morir en aquel lugar. Tenía sed, no había comida, y no sabía lo venenosa que podría ser aquella mordedura. Sólo podía aferrarse a la desesperación, pero al menos debía intentar sobrevivir. No desaparecería como había desaparecido ella. Se levantó, cogió la cantimplora y las pocas gotas que quedaban en ella y continuó la caminata.

Ella no le devolvió la sonrisa.
-Liam, hay algo que tengo que decirte.
-¿Qué?
-No sé si es el mejor momento. Pensé que tenía que intentarlo al menos, que tenía que venir contigo y saber si había elección.
-No te sigo.
-Me voy. En un mes. Me voy a marchar a Estados Unidos.
-Vale, eso es genial. Me encantaría ir contigo, tengo familia en Nueva York, creo que ya te hablé de mi tío, el que se llama como yo…
-No, no. Me voy sola.
-Ehmm,… Vale, lo entiendo, quieres…
-Liam, no me estás escuchando. No quiero seguir contigo. Hay cosas que han cambiado.
-¿Que han cambiado?- el tono de Liam se agravó drásticamente.- No, todo sigue igual, sigues tirándote a todo tío con el que te cruzas. Lo acepté y ahora…
-¡No! No lo aceptaste, dijiste que si, que no te importaba, que creías en las relaciones abiertas, pero era mentira. Nunca aceptaste eso. Y yo me tenía que haber dado cuenta antes. Es culpa mía, vale. Pero tú tenías que haber sido sincero. Si no podías soportar esta relación no debías haberla mantenido.
-La mantuve porque quería estar contigo.
-¿A cualquier precio?
-Si.
-Pues lo siento pero ya no funciona. Ya no es que quiera seguir viendo a otros, es que no quiero seguir viéndote a ti.
La mirada fría de Chiyoko atravesó a Liam como una daga. Él recordó la ternura de su abrazo, apenas unos minutos antes, y en su mente sólo podía odiarla, la hipocresía de ella fustigando su ira. Chiyoko se giró de nuevo hacia el mar, indiferente. Fue el último aguijonazo que necesitó. Se abalanzó sobre ella, cegado, alargando sus fuertes brazos. Rodeó el delgado cuello de Chiyoko con los dedos y atrajo hacia sí su cabeza, obligándola a mirarle. La mirada de ella, los ojos abiertos llenos de sorpresa y miedo, incapaces de entender qué había sucedido. Las manos de él temblaron sobre la piel pálida de Chiyoko y cayeron lágrimas de los ojos de ambos, los de Liam entrecerrados, los de Chiyoko en apertura imposible. Entonces la soltó, dudando un momento, observando las marcas rojas que habían quedado en la garganta. Sabía que tenía que hacer algo, que debía actuar mientras tuviera energía, pero su mente estaba muda, sólo su instinto reaccionó. Mientras ella daba un paso atrás y hacía esfuerzos por tragar él la sujetó por la cintura y la levantó sin dificultad, pasando su pequeño cuerpo en un solo movimiento sobre la borda del barco. Ella intentó luchar, pero su reacción llegó tarde. Ni siquiera gritó cuando Liam la dejó caer. Observó como Chiyoko caía. Cuando oyó el golpe se apartó y se dejó caer en la cubierta.

¡No! No era cierto, eso no ocurrió así. Liam se secó el sudor de sus ojos que se mezclaba con las lágrimas y trató de aclarar la mente, de deshacerse del zumbido que había empezado a llenar sus oídos. ¿Cuándo había aparecido ese ruido? Pero no, eso no había sucedido. Ella no le había dicho que pretendía abandonarle, claro que no. Tuvieron una discusión, pero ahora no podía recordar porqué. Si al menos ese ruido parara podría pensar con claridad. Detuvo su camino y los pies se hundieron suavemente en la arena. El desierto parecía temblar en la luz del crepúsculo. Miró hacia el sol, rojo como nunca lo había visto antes, pero apenas pudo aguantar unos segundos. Se dio la vuelta y siguió caminando, recordando a Chiyoko. Es cierto que nunca volvió a verla después de aquel viaje, pero eso era porque ella se había marchado. Eso creía. Él estaba enamorado. Siempre le costaba usar esa palabra, pero era así. No importaba lo que ella hiciera, nunca podría herirla. Recordaba perfectamente su bajada del barco en el puerto, el paseo hasta la parada del autobús, cargando con las maletas, sus bromas sobre que su abuelo debió prestarles también el coche. Veía con claridad los días posteriores, la incertidumbre. Los padres de Chiyoko hablando con él, preguntándole si sabía algo del paradero de su hija, la escueta nota que había dejado en su cuarto y que ellos mismos le enseñaron. No se podía haber inventado todo eso. Podía confiar en su memoria, de eso estaba seguro.
La noche se cerró sobre él como una trampa. El frío empezó a rodearle, pero su cuerpo ardía febril. No obstante continuó. Sabía que la muerte acechaba entre las dunas, y tenía que llegar a la ciudad. Si seguía caminando lo lograría, estaba seguro, y allí se salvaría. Le extraerían el veneno, y le darían de beber. No, seguramente le pondrían suero. Pero él pediría agua de todas formas. El paladar empezaba a dolerle. Y el ruido, harían desaparecer el zumbido, podría volver a pensar. Sí, todo eso lo provocaba el veneno de la serpiente: el ruido, los falsos recuerdos. Él quería a Chiyoko, más de lo que había querido a nadie nunca. Por eso había aceptado sus condiciones. Rodeado por el frío del desierto sólo deseaba el agua de sus labios, el calor de sus piernas abiertas.
Entre el zumbido que ahora le volvía loco empezó a atisbar poco a poco algo más. Al principio no estaba definido, era más una sospecha, pero después de unos minutos empezó a estar claro. Era el sonido de un arroyo. Dubitativo Liam aceleró el paso. Al pasar la cima de la duna vio un círculo brillante a unos metros. Sin saber de donde surgían las fuerzas corrió duna abajo hacia la luz. Unos metros antes de llegar vio algo que no podía explicar. En medio de un claro de hierba, rodeada por siete árboles se erguía una fuente, con un flujo constante que se derramaba por los bordes. Junto a ella una figura femenina alargaba la mano. Era ella, era Chiyoko. El corazón de Liam dio un vuelco, y sintió lágrimas de alegría que no estaban allí. Sabía que estaba viva. ¿Pero porqué estaba allí?
Cuando la mano de Chiyoko rozó la superficie de la fuente, ésta se derrumbó con un estruendo y un rio salió de las entrañas de la tierra. El caudal arrastró a Chiyoko, sumergiéndola enseguida, haciéndola invisible para Liam. Él se adelantó con un gritó angustiado, tratando de rescatarla pero sin poder evitar pensar en el frescor del arroyo calmando el ardor de su piel y acabando gentilmente con su vida.
Volvió a escuchar un rugido a un lado. Miró desesperado, con ojos resecos, la vista nublada, y reconoció la escena. Chiyoko estaba allí también, apoyada en la barandilla del barco, meciéndose sobre las olas, a contraluz. Y de nuevo la sombra detrás de ella, como un manto que no paraba de crecer, unos ojos rojos refulgiendo en el centro de la oscuridad. Chiyoko se giró hacia el monstruo y le observó con cara serena, el terror ya olvidado. Un tentáculo negro, viscoso, se deslizó despacio, como una caricia, alrededor de la cintura de Chiyoko, la levantó en el aire y la llevo hacia la oscuridad. Liam miraba boquiabierto sabiendo que era inútil hacer nada frente a aquella amenaza, pero también paralizado por el miedo. ¡Cobarde! gritaba la voz en su cabeza. Pero él seguía mirando mientras el monstruo devoraba a Chiyoko, la oscuridad cubriendo cada parte de su cuerpo, hasta enterrarla por completo. Después creció, se hinchó, haciendo desaparecer sus propias extremidades, tragándose poco a poco el cielo y el mar, unificando todo en negro, el fin de todo.
Después sólo quedaba el desierto, y sobre él, errante, una figura de pelo rojo ensortijado, un hombre llamado Liam, caminando en círculos con expresión vacía en sus ojos y una sonrisa en sus labios. “Fue eso”, pensó, “ahora lo recuerdo. No fui yo, y ella nunca me dejó. Fue el monstruo quien se la llevó.” Y supo que la punzada de culpabilidad que sentía no era más que los remordimientos por no haber tenido el valor de enfrentarse a él, de arriesgar su vida por salvar la de ella. “Pero habría sido inútil.”
Cayó sobre la duna. Su nariz sangró apenas unos segundos, y enseguida la arena, arrastrada por el viento, se introdujo en su boca.

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